La clase media no existe. Sólo es un estado de ánimo inducido.

Judiadas

15/10/2006

Cada vez es más frecuente escuchar a alguien que se queja de estar harto de judiadas. Las judiadas son, a juicio de estos ahítos, actos de propaganda pagados por «los judíos» -así, en abstracto- sobre el holocausto, y que generalmente buscan fondos para «los sionistas», también en abstracto. Un eminente autor de judiadas es Steven Spielberg, y La Lista de Schindler es la judiada por excelencia.

A los que sostienen estas ideas, tan tontas por otra parte, yo les recomendaría que visitaran el campo de exterminio de Auswitch, en el que yo pasé la tarde de ayer, precisamente. Cuando salgan, se pensarán muy mucho volver a repetir la tontería esa de la judiada. Porque en Auswitch, salvo alguna anécdota, no se aprende nada que no se supiera antes de entrar, pero se ve, se toca, se siente como absolutamente presente lo que allí ocurrió.

Sin pagar un euro a ningún sionista, podrán ustedes entrar en la cámara de gas en la que murieron cientos de miles de personas, podrán ver los crematorios, podrán visitar los barracones en los que los alemanes recluyeron a ciudadanos judíos de los principales países europeos y conocer directamente las condiciones en que los tenían. En los barracones encontrarán miles y miles de retratos de las personas allí recluidas, fotografías tomada por los torturadores a los torturados cuando ingresaban en el campo. Bajo cada una de ellas, la fecha de ingreso, la profesión y la fecha de su muerte, que coincide en miles y miles de casos. Entre una y otra fecha, raramente hay una diferencia de más de dos meses. Abogados, músicos, mecánicos, conductores, profesores, electricistas y miles de mujeres sin profesión o sin profesión conocida miran sorprendidos al visitante desde las paredes de los barracones en esta gran judiada.

Junto a estas fotografías, rollos de tela confeccionada con los cabellos de mujeres asesinadas en la cámara de gas, 2000 kilos de cabellos humanos -en ocasiones formando aún las trenzas que alguien, aún preocupada por su aspecto, a pesar de lo que le estaba ocurriendo, confeccionó con primor- maletas en las que sus propietarios habían escrito con grandes letras su nombre y su dirección en Hamburgo, en Praga, en Varsovia, en París, en Milán o en Budapest, con la esperanza de que un día volverían a sus casas