¿Les he dicho ya que me cago en la reina de Dinamarca, y con un ánimus iniuriandi del copón bendito?

Causa general

19/02/2008

El 16 de febrero de 1936, una coalición de partidos de izquierda que agrupaba desde la izquierda burguesa de don Manuel Azaña hasta un curioso partido anarquista llamado Partido Sindicalista, liderado por don Ángel Pestaña, pasando por el PSOE y el PCE, ganó las elecciones en España. Entre los principales objetivos de esta coalición estaba sacar a los presos políticos de las cárceles -la derecha, gobernante desde que ganó las elecciones del 34 hasta febrero del 36 , había metido en la cárcel a numerosos políticos, entre otros, al gobierno catalán en pleno-, restaurar las libertades públicas que la derecha había limitado amparándose en la revolución del 34, y continuar con la política de reformas iniciada por los gobiernos republicano-socialistas entre 1931 y 1934, que habían sido interrumpidas por la CEDA, el partido político que dominó el Parlamento español entre 1934 y 1936.

En 1931, en España se pasaba hambre. Millones de personas vivían en la miseria, en la ciudad y especialmente en el campo y en el sur de España. Una pequeña clase media urbana vivía más o menos cómodamente, mientras que una pequeñísima minoría era la que controlaba la propiedad del campo y de la incipiente industria. Esa minoría, apoyada, como es lógico por el Rey y por la Iglesia, controlaba todos los recursos del poder y había corrompido el sistema político liberal durante el siglo XIX hasta convertirlo en el poder de los caciques que se ha dado en llamar Restauración y que tanto admiran aún sin disimulos algunos de nuestros políticos conservadores de hoy en día. Durante décadas las represión más brutal -tanto en el terreno de las conciencias, a cargo de la Iglesia, como en el terreno de lo material, a cargo de la Guardia Civil- cortó en seco cualquier intento de la mayoría hambrienta por cambiar esta situación injusta. La república, es decir el desmantelamiento del régimen caciquil basado en la Constitución de 1876 que les condenaba al hambre y a la miseria era la única salida para que esa inmensa mayoría de españoles pudiera llevar una vida digna. Por eso, las masas urbanas y campesinas celebraron la salida del rey cobarde por Valencia, cuando los partidos de la Restauración recibieron un pequeño varapalo en unas elecciones municipales que ni siquiera perdieron, salvo en las grandes ciudades, es decir, allí donde los caciques tenían menos poder.

Los dos primeros años de la II República fueron dedicados por la mayoría política republicana y socialista a realizar una serie de reformas que sacaran a España del régimen caciquil: reformaron de la legislación laboral para poner a empresarios y trabajadores en pie de igualdad ante la Ley y ante los tribunales, poniendo en marcha un sistema de arbitraje desconocido hasta entonces no ya en España, sino en Europa; iniciaron una reforma agraria que permitió al campesinado del sur de España trabajar unas tierras que hasta entonces estaban en manos de unas pocas familias que se negaban a convertirlas en productivas en un país que pasaba hambre; reformaron el Ejército, para profesionalizar a los mandos y quitar el poder a los africanistas ociosos; pusieron en marcha una reforma educativa que llenó España de nuevas escuelas en las cuales los hijos y las hijas de los campesinos y de los obreros españoles pudieron vislumbrar el avance social y cultural, gracias, entre otras cosas, a lo heroicos cuerpos de maestros que se crearon en aquellos momentos y que luego Franco reprimió con un odio y una saña desconocidos en España hasta entonces; cambiaron el modelo en las relaciones con la Iglesia para desposeerla de todo el poder e influencia política que había tenido hasta entonces, así como del control de la educación…

Cuando la derecha salió del choque que le causó la proclamación de la República, se dio cuenta de lo que realmente estaban perdiendo: la monarquía era un mero símbolo del que podían prescindir ante la pérdida mucho más importante del poder político. Así que se declararon accidentalistas: con monarquía o con república, lo que les interesaba era frenar las reformas y mantener el poder social y económico que veían cómo se les iba de las manos. Así que se reorganizaron para ganar las elecciones de 1934 y desde el gobierno acabar con todas y cada una de las reformas de la coalición republicano-socialista.

Es lógico que quienes veían cómo empezaban a cambiar las cosas, que aquellos para quienes la existencia había sido un infierno hasta entonces, contemplaran con miedo pánico la posibilidad de que esa derecha que venía indisimuladamente a restaurar al caciquismo, tomara de nuevo el poder. Este es el clima que explica -y no sé si justifica- las sublevaciones de Asturias de 1934. Si miramos los acontencimientos de 1934 con nuestros ojos actuales, con las ideas que ahora tenemos y desde la cómoda situación de nuestros días, quizás no podamos explicarnos la revolución de 1934. En cambio, visto con los ojos de entonces, incluso dejando de lado la indisimulada simpatía que en ocasiones mostró Gil Robles, el lider de la CEDA, hacia Musolini, no parece tan descabellado el miedo que se adueñó de quienes apenas un par de años atrás creían que estaban sacando a España de su atraso secular, ni que reaccionaran a la desesperada ante la espectativa de que Gil Robles se hiciera con el Gobierno. El caso es que esas sublevaciones se dieron y a ellas siguió una represión militar desproporcionada. Así tuvo origen una serie de gobiernos inestables de la derecha en los que el partido con más diputados tenía muchos menos ministros de los que le correspondían, entre otras cosas, porque si hay dudas acerca de lo que realmente pensaba su lider, don José María Gil Robles, de las ideas y del régimen «corporativo» de Musolini, no las hay de que era un cobarde de categoría que nunca se atrevió a comprometerse realmente con nada.

Así, se sucedieron dos años de gobiernos de la derecha marcados por la corrupción de los lerrouxistas, la inestabilidad política, y la marcha atrás en las reformas emprendidas por los gobiernos republicanos y socialistas, con resistencias, en ocasiones, dentro de la propia CEDA, como la planteada por don Manuel Giménez Fernández, que desde posiciones socialcristianas, mantenía la necesidad de algún tipo de reforma agraria. La desproporción de la represión desatada como consecuencia de la revolución de Asturias, que valió a Francisco Franco el título oficioso de «salvador de la república» y que mantenía las cárceles llenas de presos políticos dos años más tarde, es sin duda uno de los factores que dió la victoria al Frente Popular en febrero de 1936.

Lo que pasó después ya lo sabemos: la derecha, poco acostumbrada a perder el poder se organiza para recuperarlo a cualquier precio, y mientras los políticos liberales y conservadores miran hacia otro lado, un grupo de militares traidores a su patria y a su juramento perpetran un sangriento golpe de estado que pronto deciden ralentizar, para convertir en guerra civil y tener tiempo para sistematizar la represión. Con la ayuda de Mussolini y Hitler, que operan dentro de España con generosas ayudas económicas y militares a los golpistas, y fuera con un frente diplomático que sirve para que las democracias occidentales hermanas de la República le nieguen ayuda, los golpistas consolidan los frentes y poco a poco y con una voluntaria lentitud, se hacen con el control de la península.

La represión franquista, puesta en marcha durante la guerra, pero continuada sistemáticamente durante toda la postguerra, hasta bien finalizada la década de los 50, se basa en un documento indigno, pretendidamente jurídico, pero absolutamente ilegal e ilegítimo, denominado Causa General. No sé muy bien por qué he escrito todo esto. Simplemente es lo que me he puesto a pensar, cuando he leído en Libertad Digital un curioso artículo en el que se da cuenta de la edición completa de la Causa General, el documento que puso fin a golpe de fusil al intento de varias generaciones por modernizar España y convertirla en un país democrático y avanzado.